que merece castigos y no gracia,
justicia en vez de misericordia.
Bien sé que te complaces
en ser tanto más benigna, cuanto eres más grande;
cuantos son más pobres los que a ti recurren,
tanto más te empeñas en protegerlos y salvarlos.
Tú eres, Madre mía,
la que lloraste un día a tu Hijo muerto por mí.
Ofrécele, te ruego, tus lágrimas a Dios,
y por ellas, consígueme
un verdadero dolor de mis pecados.
Te han afligido tanto los pecadores
y tanto te afligí yo con mis pecados...
Alcánzame, María, que yo, en adelante,
no te aflija más con mis ingratitudes.
¿De qué me aprovecharía tu llanto
si yo continuara siendo ingrato?
¿Para qué me serviría tu misericordia,
si de nuevo te fuera infiel y me condenase?
Reina mía, no lo permitas.
Tú has remediado todas mis carencias.
Ya que obtienes de Dios cuanto te propones,
y escuchas a todo el que te ruega,
estas dos gracias te pido con plena confianza:
haz que sea fiel a Dios
y que le ame por cuanto le he ofendido.
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